Comenzó con un entramado vascular inofensivo que apareció en el primer trimestre del embarazo. Mi vientre creció y mi peso también. Por cierto, en ese tiempo había engordado mucho: 20 kilos. Me costaba trabajo moverme. Tenía las piernas doloridas e hinchadas y, hacia el momento del parto, estaban cubiertas de una red de venas de color azul-marrón que me daban ganas de jugar a los ceros y cruces.
El doctor en el que confiaba me dijo que eran várices y que todas las mujeres embarazadas las padecían. Esa es nuestra fisiología femenina. Solo que los ungüentos que me recomendó no sirvieron de nada. El efecto fue débil. El dolor remitió con las medias de compresión, pero no por mucho tiempo. Mis venas seguían hinchadas.
Cuando nació mi Diego, tuve que dejar de lado mis enfermedades. Mi hijo estaba muy inquieto, mi marido estaba en el trabajo y yo hasta reventar. El bebé no me daba tregua en absoluto, siempre estaba en mis brazos. Después creció, empezó a gatear y se hizo aún más difícil. Antes de que te des cuenta, ya está probando la arena de la caja de arena para gatos o probando los zapatos de su papá. Solía pasarme el día de un lado a otro y por la noche casi no podía moverme.
Por aquel entonces no tenía ni una sola falda en mi guardarropa, aunque mi figura me permitía incluso llevar una mini (recuperé la forma rápidamente, gracias a la genética y a mi hijo activo). Me sentía terriblemente avergonzado de mis piernas, que estaban cubiertas de nudos y protuberancias azules, y las escondía bajo los pantalones.
Estoy contenta de no haber aceptado la operación. Y tú tampoco lo hagas. ¿Por qué correr esos riesgos cuando hay un remedio tan bueno?
Que mi caso te sirva de ejemplo: no hay que descuidar la salud. Sé lo insoportable que puede ser la enfermedad, así que quería compartir mi historia.